HAYMAN ISLAND: EL BACKSTAGE
- Milagros Wade
- 26 ago 2021
- 9 Min. de lectura
Actualizado: 4 ene 2024
De esas experiencias que nunca me voy a olvidar: un relato íntimo y sin filtro sobre los dos meses que viví en una isla paradisiaca (y privada) trabajando para un hotel de lujo.

Arranca el show
Es la quinta vez en el día que me topo con ese cartel que detesto y no puedo evitar; se encargan de empapelarlo en todos los rincones posibles. Según el día y el humor en el que me encuentre, el tono con que lo leo me parece más amenazante que amistoso o viceversa, pero siempre roza ambos extremos.
Me ato los cordones mientras repaso mentalmente si tengo todo lo que necesito. Palpo los bolsillos de la bermuda azul que tengo puesta y siento el celular que no es mio en un lado y la tarjeta maestra en el otro.
Se abre el telón de madera y dejo atrás el fastidioso cartel: “Smile, you are about to get on stage” (“Estás a punto de subir al escenario, sonreí”). No sé por qué, pero obedezco la instrucción con las últimas energías que me quedan del día. No vaya a ser que la familia que sale de la 503 no vea mi performance. Es la sonrisa de un martes a las cinco de la tarde, pero una sonrisa al fin.
La nube de perfume de rosa mosqueta me llega unos metros antes que ellos. Se desplazan en modo vacaciones, casi levitando, mientras se arreglan los últimos detalles de su look con filtro de Sepia. El más pequeño queda atrás. Todavía tiene el pelo húmedo y la ingenuidad intacta. Está mucho más bronceado que la semana pasada y tiene un accesorio nuevo, una de esas pulseras de hilo de colores que seguramente hizo en el taller de “manualidades” para niños, mientras sus padres se horneaban al sol con un mojito en mano. Mi único espectador me devuelve una mirada pícara y con un trote se une al resto.
Se desplazan en modo vacaciones, casi levitando, mientras se arreglan los últimos detalles de su look con filtro de Sepia.
Antes que nada, bienvenidos
Todavía no nos separa un uniforme pero sí un piso, ellos arriba y nosotros abajo. Los agasajan dos chicas de cara afilada y pelo engomado, atascadas en una envoltura gris que termina un poco arriba de las rodillas. Reparten quesos y sirven champagne delicadamente, con una gracia circense digna de admirar.
El adolescente de cabellos de ángel brinda con sus padres joviales, su hermanito enfrascado en los juegos virtuales ni se inmuta. El padre de camisa rosa y lentes Versace pide otra copa y ella lo besa por debajo de su sombrero de ala ancha y lazo de seda, un reflector de sus dientes trazados con regla. El baño sigue ocupado y yo sigo tanteando el terreno como quien llega primera a una fiesta sin sus conocidos. La pareja recién casada se saca una selfie sobre la baranda del barco; automáticamente un empleado se acerca y se ofrece para sacarles otra.
Las distintas especies de fragancias en el aire no sólo interactúan entre sí como una banda musical a la que no le faltan los bajos, los vientos ni las cuerdas. También se maridan con la melodía de lobby de hotel, que se funde con la del mar sereno; juntos, un ecosistema permeable a los sentidos que se mete conmigo al baño.
Mientras tanto, mis amigos siguen esperando abajo una jarra de agua que calme esta sed de mediodía de marzo. De paso digerimos las miradas escrutadoras que nos comimos al subir.
Porque el código de vestimenta a bordo del yate del hotel es estricto: “don't wear shorts, ripped jeans or pants , flip flops nor tank tops” (“no usen shorts, pantalones o jeans rotos, ojotas ni musculosas”), decía el mail con nuestro contrato. Los diez lo respetamos a rajatabla pero los tanos incluso aprovecharon la ocasión: entre la camisa de lino, los anteojos de sol y los cocktails que se tomaron en el aeropuerto están más cerca de ser huéspedes que de lavar platos de $200 dólares australianos por $27AUD la hora. Ese y limpiar habitaciones de casi mil dólares la noche (la más barata) iba a ser nuestro trabajo por dos meses en esta isla. El de pasar lo más desapercibidos posibles nos enteraríamos después.
Limpiar habitaciones de casi mil dólares la noche (la más barata) iba a ser nuestro trabajo por dos meses en esta isla. El de pasar lo más desapercibidos posibles nos enteraríamos después.
A cien metros del muelle de llegada una formación de ocho empleados activa la fase 3 del protocolo “Bienvenida”: el saludo con una mano por detrás de la espalda y la otra flameando en alto, más sincronizados que la Guardia Real Británica. Pero a esta ceremonia no le hacen falta coronas. Unos cuantos ceros y un par de botones dejaron en claro quiénes son los reyes.
El público de la primera fila
Hayman Island es una de las ocho islas más famosas del archipiélago Whitsundays, ubicado al norte del estado de Queensland. Es uno de los destinos turísticos más conocidos de Australia y también de los más caros, especialmente esta isla privada. La cadena hotelera que maneja este hotel tiene otros cientos de hoteles como este que van de tres a seis (sí, seis) estrellas alrededor de todo el mundo.
Este hotel tiene cinco bares y restaurantes y 168 habitaciones que varían de tamaño, de vistas e instalaciones, y por supuesto, de precios. La más cara, de 120m2 con pileta propia y salida a la playa, sale AUD$5.000 la noche. El resto ronda los AUD$1.500- AUD$2000. Suponiendo que la mayoría de los que se alojan optan esta segunda opción y se quedan, por lo menos, cuatro noches, ya gastan alrededor de $7000 dólares australianos únicamente para dormir.
Si sumasen alguna cosita extra, como las cuatro comidas por día, el helicóptero a la Barrera de Coral, el catamarán por la isla vecina con picnic y equipo de snorkel incluido, los paseos en kayak y moto de agua, los tragos en el bar de la pileta, la cena íntima bajo las estrellas, el paso por el sauna, el jacuzzi y los masajes linfáticos, la guardería para niños si son padres o alguna botellita de agua extra como souvenir - de esas que tienen el logo de HAYMAN impreso a lo largo, vienen en distintos colores y salen $50AUD - gastarán unos $10.000 dólares más.
—Let's look at some of the main guests’ profiles (“Veamos algunos de los perfiles principales de los huéspedes”), dice Rebecca de repente, cerrando sin guardar el archivo Excel de mi cabeza.
Con un clic de su control remoto pasó de ser manager de recepción a dar una clase de marketing de 20 diapositivas. Está impecable desde sus pies con tacos de aguja hasta su pelo voluminoso agarrado prolijamente en una cola de caballo. Su cara fresca y su discurso armado se preparan para la temporada alta de Pascuas que se viene. Saborea cada palabra como si recién la probara y es efusiva, pero no exagerada. En otro momento su magnetismo hubiese captado mi atención pero, con seis horas de charla encima, ya no me interesa a qué se dedican estos huéspedes lujosos, cuáles son las razones por las que vienen, si les dejan cinco estrellas o los fusilan con quejas insólitas.
Ante algunos bostezos disimulados y mucho garabato suelto nos sugieren un café más. Todavía queda leer el manifiesto.
Cundió el pánico
“Oh fuck meeee, fuck my life”, lo escucho lamentarse una vez más desde el pasillo. Entra apurado a la habitación; tiene su gorra azul de siempre pero también los lentes aviadores tornasolados: casi a oscuras, solo significan una cosa. Por eso apago la aspiradora.
Además de putear al aire y usar la palabra “fuck” como conector de todas sus frases, transpira a chorros. Se arrastran espesos y sin prisa pero sin pausa hasta el cuello acharolado y brotado por la rosácea, por el calor o por ambos, donde terminan su trayecto. Para nosotros es JB, no conozco su nombre completo pero sí lo conozco en resacas como estas. La autoridad como supervisor la había dejado en la barra del bar del “staff” (“personal”) el primer fin de semana. Por eso me gusta que sea él quien viene a chequear “mi estándar” de limpieza en las habitaciones. Está más preocupado en odiar a toda la cúpula de housekeeping (“limpieza”) (y en encontrar complicidad al respecto) que en chequear el estado de las sábanas de la cama, por ejemplo. Incluso las supervisoras de ojo riguroso, quienes se desviven por disimular el caos organizativo del famoso cinco estrellas, han dado vuelta, en días de crisis como hoy, sábanas manchadas (post lavarropas) para que queden escondidas a la altura de los pies. Si los huéspedes supieran.
Ese será el título del siguiente apartado: Si los huéspedes supieran.
¿Qué cosas no saben que ocurre en el backstage de este hotel? (o me atrevo a decir en el de cualquiera, considerando que este que está en la punta de la pirámide no es la excepción)
Que las bañaderas y las duchas se secan con toallas de huéspedes anteriores.
Que por la falta de etiquetas muchas veces nos confundimos y rellenamos la botella del shampoo con jabón corporal o la del acondicionador con el jabón de manos.
Que muchas veces no les cambiamos las sábanas cada tres días, como supuestamente se debe hacer (porque somos ecológicos, porque estamos apurados o porque simplemente en la habitación número 16 del día no queremos).
Por último, si los huéspedes supieran que la toalla con la que se limpió el inodoro pudo haber terminado en la bacha, las únicas estrellas que quedan son las del cielo.
Por supuesto que semejante asquerosidad no es intencional, nada justifica la contaminación cruzada que puede devenir de un despiste como ese. Pero limpiar quince inodoros con unos mismos trapos (sólo para inodoros) no es menos desagradable que usar ese con el cual limpiaste la tapa para sacarle marcas al espejo. Erradicar el asunto implicaría que haya muchos más canastos de trapos limpios por día o lavarlos dos o tres veces durante la jornada.
Pero nada de esto se hace ni se hará jamás, mucho menos con el revuelo que generó el casamiento al estilo Kardashian que arranca hoy y que dura todo el fin de semana.
— Thank you, mate. You’re a legend (“Gracias, “amiga”. Sos una genia”) —me dice agitado. Se traga todo el aire que puede en un respiro como si estuviese a punto de saltar desde un precipicio y desaparece, con su bolso azul lleno de otros kits “de bienvenida” iguales que el que pone en la cama.
“To toast the start of a wonderful weekend, please join us for a Welcome Party at 6 PM. Don't forget these welcome accessories to compliment your white attire” (“Te esperamos a las 6 PM en una fiesta de bienvenida para brindar por el comienzo de este fin de semana increible, no te olvides de usar estos accesorios para completar tu look blanco”), escriben en plateado Olivia & Lou, caricaturizados al lado como la pareja sonriente y elegante de traje en donde él la rodea con un brazo y con el otro le toca el culo.
Bastante plata pusieron estos tortolitos para cerrar la mitad del hotel como para que uno de los técnicos de sonido del casamiento haya encontrado su habitación sin hacer, la cama aún hecha un bollo sucio de sábanas y los tachos de basura rebalsando de mugre, según el relato incompleto de JB.
Pero más nos preocupa la salud de mi jefe. Por eso accedemos a limpiar una habitación más a las 18:38, cuatro horas y media después del check-in.
Siempre debe continuar
Somos pocos los que venimos a la playa temprano, mucho menos en la mañana siguiente de la boda del siglo. La marea alta es tan corta que este es el mejor momento para aprovecharla: después se vuelve rocas y kilometros y kilometros de arena desierta y mojada. Incluso con agua, el mar de la orilla nunca te supera las rodillas. Por lo menos el de nuestro lado, ya que en el mar de los huéspedes unas figuras lejanas flotan morosamente. “Tienen que sentir que están solos para una mayor exclusividad”, fue la explicación que nos dieron al dividir la única playa entre la suya y la del "staff" ("personal").
De eso se trata la segunda cláusula del contrato. Sólo podemos cruzarnos dentro del ámbito laboral: nada de accesos, playa, ni actividades en común. ¿Cómo se logra esto en una isla del tamaño de una caja de zapatos? Montando una especie de aldea aledaña al hotel -cercada con un muro de madera gris- que tiene, además de las habitaciones compartidas de a dos, un comedor, dos gimnasios, pileta, bar y “almacén”. Limpia, cuidada y prolija, pero probablemente con mayor densidad poblacional que la de Tucumán en Argentina. Y eso que los seres humanos no somos los únicos habitantes del “Staff Village”: también están las famosas cacatúas.
De eso se trata la segunda cláusula del contrato. Sólo podemos cruzarnos dentro del ámbito laboral: nada de accesos, playa, ni actividades en común.
La impulsividad y la desfachatez con la que vuelan y viven es proporcional al respeto que estas aves de cuerno amarillo se ganaron en la isla. Paraditas como estatuas en los balcones de los pasillos son tranquilas, amigables, coquetas como el blanco de sus plumas. Hasta que aparece el azúcar.
Su adicción por lo dulce las hace capaces de desbaratar todo lo que se interponga entre su droga y ellas: pisos, carros de limpieza, habitaciones, nuestra paciencia y hasta el esquema organizativo del hotel entero.
***
Verlas apiladas como sardinas en las palmeras eran una linda postal para arrancar el día, completada por el paisaje tropical y la brisa que apaciguaba el sauna del día. Tan inocentes se veían que nunca hubiese sospechado que en realidad esa palmera era su refugio post vandalismo.
—There’s been a f**king bird attack on room 503 —nos escupe JB desde el walkie-talkie. Así de tranquilo arranca mi día de trabajo. Mi simpatía hacia la f**ing cacatúa había durado los 500 metros de trayecto desde mi habitación al trabajo.
Nunca hay protocolo para “cagadas” como estas, literalmente hablando. Sólo sabemos que seguimos arriba del escenario y que “el show debe continuar”, así que reunimos soldados, tomamos las herramientas y damos la cara –siempre sonriente– por supuesto. Nos avisan que los padres no están en la habitación: “seguramente siguen de fiesta con los novios”, es la hipótesis de Joaquín, el español cholulo del equipo.
Quien sí estaba dentro era el hijo pequeño - el modelo de la pulsera, bronceadísimo - quien comía papas fritas del room service y miraba televisión en la cama grande, escoltado por una niñera y rodeado de una montaña de caca.
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