Alguna que otra vez puede pasarte. En días complicados, es normal que olvides donde estacionaste tu auto por unos minutos. Pero, ¿12 horas? Si querés reírte y, de paso, pasear un poco por Perth, esta crónica fuera de serie es para vos.
Ilustración: Fabián Rodríguez @cofreilustrado
La Calma
A esta hora, los resortes ya me perforan la columna. No hay posición que zafe. Hecha un “palito”, con las piernas extendidas y mis brazos firmes a los costados, estoy arrinconada entre el fierro de la cama y la pared. El brazo izquierdo que dejo debajo mío empieza a cosquillearme. Además, la profesora de yoga de la cama de arriba ronca como un oso; se mueve como balsa de goma en mar abierto.
La brasileña de la cama de enfrente camina semi dormida en puntitas de pie hacia la luz. Listo. Esa era la señal definitiva: había que arrancar el día. El trayecto desde la cama a la puerta de la habitación, compartida entre seis mujeres, es una carrera de obstáculos. Paso cerca de una remera hecha un bollo con olor a tabaco, esquivo la botella del iced (ya no tan) tea y salto un bolso negro dinamitado en medio del pasillo. En la cocina, los chicos ya están lavando los platos del desayuno.
“Ciao Mila”, “Buen día, amiguita”, “Buenos días, neni”. Leo, Lean y Ángela: Italia, Argentina y España.
Me dejan sola con mis huevos revueltos y las tostadas que descansan en mi plato, mientras el café moka empieza a hacer lo suyo en mi cerebro. Considerando que Diciembre ya transpira a las 8 am, la mañana está agradable. El día soleado se cuela por la claraboya del techo alto de madera y el aire semi fresco de afuera entra por la puerta abierta. Desde mi silla puedo ver a nuestra hermosa Ruler, el Hyundai i30 rojo que compramos hace dos días y todavía sigue estacionado en la vereda de enfrente. Entre los tres dueños nos turnamos para ir moviéndolo, las multas en Fremantle son cosa seria.
Hace más de un mes y medio que vivimos en este barrio pesquero ubicado a 18 kilómetros al suroeste de Perth, la capital de Western Australia. La arquitectura inglesa que data de la época colonial, el aire pueblerino de sus mercados semanales, sus locales de ropa vintage y sus librerías de segunda mano hacen que una gran comunidad viajera baje la mochila de sus hombros por un rato en esta nueva casa.
Me subo al auto bañada y perfumada. Me puse todo encima por si acaso: antes muerta que sencilla, decían. La riñonera, sombrero, los anteojos, la botella de agua y el kindle. Podría pasar el día en cualquier parque o playa cercana. ¿Pero cuál? Mientras tanto, sigo dando vueltas con el auto: llego hasta las vías del puerto, doblo a la derecha; la rueda de la fortuna del parque recién comienza sus primeras vueltas. Los mozos de Little Creatures, la cervecería local, sacan las mesas a la galería pasada por agua de anoche. Con la bachata “San Bá” de Vicente García sonando a volumen bolichero, todas las escenas son cinematográficas. Extrañaba moverme en auto. Manejar con el sol de la mañana y la ventana baja, para que entre todo el aire y la sal de mar posible. Cantar mi repertorio de ritmos latinos con cada una de mis cuerdas vocales, disfrutar del paseo. Está decidido: voy a seguir andando un buen rato. Tengo algo pendiente por hacer que podría aprovechar el viaje.
Que antecede
Así como mi relación con Fremantle es magnética y segura, de esas que te sacan una sonrisa todos los días y seguro más de una lágrima en unos años, con Perth me pasa todo lo contrario. Es un familiar que vive lejos, una banda tributo, una salida de martes, un viaje por trabajo. Se queda a mitad de camino. Por eso, más allá de trámites y alguna que otra cuota necesaria de ciudad, la frecuento poco.
Con Perth me pasa todo lo contrario. Es un familiar que vive lejos, una banda tributo, una salida de miércoles, un viaje por trabajo. Se queda a mitad de camino.
“La re putísima madreeeee”, grito por encima de la voz enfermizamente monótona de la mujer de Google Maps. Por más concentrada que siempre esté en esta parte, nunca tomo la salida correcta. Y mirá que le pongo empeño, pero el acceso a la ciudad tiene más vueltas que una pista de Hot Wheels. Seguir esas señalizaciones apabullantes y arriesgarme en algún rulo nunca es opción. En cambio, la millenial del siglo XXI opta por depender de la voz sin cara ni nombre y su aplicación traicionera en momentos como estos.
Después de desviarme veinte minutos por una salida, empieza el segundo round por el CBD (central business district), el centro de la ciudad, con un solo objetivo: encontrar algún lugar para estacionar medianamente barato. Los carteles sobre la vereda tienen la letra P con distintos números, correspondientes a las horas permitidas para estacionar. Mi punto de referencia pasa a ser el Apple Store: hoy es el día en que finalmente invertiría parte de mis ahorros en la computadora que tanto quiero. Compro la mac, doy un par de vueltas más y vuelvo con Felipe para ver el atardecer en la playa. Feli es uno de los dueños de la Ruler y aprovechó la ocasión para venir a la ciudad en skate, hacer unas cosas y volver conmigo en auto. Sigo mirando el mapa, semáforo en verde. Cruzo una calle, dos. A mi derecha una vereda: 2P. No me convence, sigo buscando. Bajo el volumen de la radio. Doblo a la derecha, 1P. El puente blanco modernísimo y el agua de fondo: llegué al río. Aghhhhhh. Respiro hondo. Otra vez me desvío diez minutos para dar la vuelta en la única rotonda que hay y volver al hormiguero de gente.
Más de una hora después, estaciono en el primer 3P que veo. Vuelvo a la aplicación: 17 minutos caminando al Apple Store. Bueno, no está tan mal. El día está para eso y la música me acompaña.
Salgo con mi computadora nueva bajo el brazo sintiéndome Paris Hilton. Podría haberme quedado una hora más ahí dentro: pasar del invierno siberiano del local al sol de sauna de la una y media de la tarde en un suspiro es perjudicial para la salud. Lo chequeo con mi celular, 13:34. Me queda una hora y media más de estacionamiento. Hago una breve parada en Sushi Hub antes de mi paso por el local de piercings en la misma calle, Hay Street. Los rolls de salmón, atún, kanikama, langostinos y pollo (sí, “sushi” de pollo) se exhiben en el mostrador de vidrio con vista a la calle. La chica asiática de remera naranja y verde fluor me atiende a toda velocidad: abre la caja descartable del mismo color que su remera, selecciona los tres rolls con guantes, agrega las salsas de soja en forma de pescadito, “anything else?” (¿“algo más?”), pido cinco salsas más como siempre, me las agrega con desgano como siempre y pago. No hay vez que venga a la ciudad y saltee esta comida rápida versión japonesa tan popular en las ciudades de Australia. Son una opción barata (3.5 dólares el roll), rica y fácil de comer, ya que a diferencia del sushi tradicional, se los come enteros, sin cortar, y para una fanática desde hace años que nunca aprendió a usar palitos, es una maravilla.
Podría haberme quedado una hora más ahí dentro: pasar del invierno siberiano del local al sol de sauna de la una y media de la tarde en un suspiro es perjudicial para la salud
Doy por terminado mi día en Perth. Todavía queda media hora para que se cumplan las 3P del estacionamiento pero la ansiedad de querer estar en la playa con todos los que mandan mensajes al grupo me supera. Por eso acelero el paso en dirección a la Ruler. Los autos andan como si nadie tuviese que llegar a ningún lado; los transeúntes no se abalanzan sobre la luz roja de la senda peatonal, tampoco obstruyen el paso de los ciclistas embelesados en su música; los albañiles del edificio en construcción tienen una charla de bar desde un andamio al otro. Nada ni nadie parece alterarles el día a toda esta gente, ni siquiera una pendeja momificada a mitad de cuadra. Porque recién a los diez minutos de caminar completamente desorientada por el enmarañado de cemento, me di cuenta que lo había perdido.
La pava de mi pecho empieza a calentar: el vapor de mi cuerpo sube. No tenía la más p**a idea de dónde estaba mi auto. Milagros acordate, por dios. La oreja recién perforada es la primera señal, tiene vida propia. Pum. Pum. Pum. Nuestro auto, el que comparto con dos amigos más, desde hace menos de una semana. La sangre se dispara por todo mi cuerpo. Mensaje de Felipe. Hiervo y grito, mucho más fuerte que la pava.
Nuestro auto, el que comparto con dos amigos más, desde hace menos de una semana. La sangre se dispara por todo mi cuerpo. Mensaje de Felipe. Hiervo y grito, mucho más fuerte que la pava.
Ilustración: Fabián Rodríguez @cofreilustrado
La Tormenta
“Nonononononononono”. Abro la aplicación del mapa por quinta vez en el día. Me sudan las manos: el laberinto de nombres, líneas blancas, curvas amarillas, cuadrados verdes y dibujos de estrellas cámaras de fotos cubiertos camas trenes y autos me marean más de lo que ya estoy. Están todos menos el pin rojo, ese con el que generalmente marco la ubicación de las cosas en el mapa, ese que nunca falla, ese que hoy no está.
¿Cómo que no saben? ¡Son el estacionamiento de la ciudad! Cuelgo el teléfono y lloriqueo un poco más. 16:23. Hace más de una hora que el auto está excedido de estacionamiento y nadie, ni siquiera los que trabajan de ello, sabe dónde está. Me dicen que no tienen ninguna multa con esa patente y que las referencias son poco precisas para ayudarme. “Ya lo sé, ya lo sé”, murmuro para mis adentros mientras rechazo la llamada de Felipe por tercera vez. Todavía no quiero, no puedo encararlo. En este mundo del revés en el que vivo, una multa podría terminar con mi calvario.
¿Cómo que no saben? ¡Son el estacionamiento de la ciudad! Cuelgo el teléfono y lloriqueo un poco más. 16:23. Hace más de una hora que el auto está excedido de estacionamiento y nadie, ni siquiera los que trabajan de ello, sabe dónde está.
Cierro los ojos con fuerza como si la lucidez de los recuerdos dependiera de eso. A mi alrededor veo verde, no es una plaza pero tampoco un simple cuadrado de pasto. Una construcción al costado. ¿Qué color es? El verde no está alrededor mío, también está a un costado. ¿Pero de que? Marrón, marronesco. El edificio es de ese color. El verde está a mi izquierda, cerca de la calle poco transitada que dejo el auto. Nada más. Con esos dos datos y los “17 minutos caminando del Apple Store” le atiendo el teléfono a Felipe.
...
Verlo venir en patineta con su pelito marrón al viento y su piluso haciendo juego con sus zapatillas me dieron más ganas de llorar. Chequea que nadie lo atropelle desde los costados y sigue andando al ritmo del techno que seguramente viene escuchando en sus auriculares. Le veo la sonrisa desde lejos. Yo tan llorosa, hecha un trapo, acalorada y con esa jaqueca que sólo se me va con 1g de paracetamol o una hora de siesta y él tan fresco, tan deportista, tan Felipe como siempre.
Mientras caminamos los alrededores del circuito “17 minutos” lo pongo al tanto: que salí del Apple Store lo más pancha, que de un momento a otro me percaté que no me había fijado lo suficiente ni anotado nada y que no conozco la ciudad como yo creía. También que hablé con Perth Parking (estacionamiento de Perth) y no hubo caso, que tres policías muy bien predispuestos me ayudaron, después de diez minutos de interrogatorio, a decodificar una posible calle con 3P que no terminó siendo, que prácticamente todo el centro de Perth había visto o escuchado insultar en otro idioma a la loca de la bolsa de Apple y que antes de atenderlo le mandé mensaje a Leandro, el otro dueño del auto, y que fue él quien me dio la idea de hacer una circunferencia alrededor del Apple Store y caminar por acá.
“Puta que es traviesa esta Ruler culiá”, me dice Felipe en su jerga chilena. El sol ya cansado del día se escabulle por detrás de su asiento del tren en el que, resignados, volvemos a Fremantle. La patineta sigue atrapada debajo de sus pies divertidos que, aún después de cinco horas, la arrastran de un lado a otro sucesivamente. Largo una risa indefensa y abatida pero una risa en fin. Después de tanta tensión y horas de caminata en vano, que Felipe haya personificado a nuestro auto perdido es de las mejores cosas que me pasó en el día. El hecho de que también sea su auto y que haga jodas al respecto también. Pienso en cuán distinto deben estar viviendo este atardecer mis amigos en la playa. Por lo menos tengo mi computadora, ¿no? agrego “divertida”. Pero no lo digo en voz alta, no puedo. No me quedan fuerzas ni para quejarme, una vez más, de lo colgada que soy.
Por lo menos tengo mi computadora, ¿no? agrego “divertida”. Pero no lo digo en voz alta, no puedo. No me quedan fuerzas ni para quejarme, una vez más, de lo colgada que soy.
Ilustración: Fabián Rodríguez @cofreilustrado
Y el viento que la borra después
Negociamos unos minutos en la entrada del hostel y armamos el equipo: Luci y yo de delanteras, Leandro y Flor cubriendo las bandas - él con la estrategia de manejo, ella cebando mate - y Lara de centro, destacando sus mejores destrezas: romper el hielo con sus ironías y musicalizar el momento. Mi rol como copilota es observar y sugerir caminos posibles, siempre y cuando mi memoria remojada en la freidora de lo que fue el día me lo permita. Luci al volante acapara las órdenes y las ejecuta. “Pongo el agua para el mate, esto pinta para largo”, escucho decir a Flor desde la cocina. De repente la tabla de hierro de mi cama, la luz prendida y los portazos en el conventillo de la ocho eran mi mejor plan. Esquivar a mis amigos fumadores y a su sesión vespertina del día en la mesa de afuera también había sido uno antes de llegar. Pero evidentemente mi voz ronca con tono de entierro me delató. Verme caminando probablemente también. “Nomeacuerdodondeestacionéelautoyloperdí”, escupí con cara de póker. No hubieron más preguntas.
“Pongo el agua para el mate, esto pinta para largo”, escucho decir a Flor desde la cocina. De repente la tabla de hierro de mi cama, la luz prendida y los portazos en el conventillo de la ocho eran mi mejor plan.
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Si de día fue una batalla perdida, Perth de noche me humilla en la revancha. Absolutamente todas las calles me parecen iguales: alumbradas con luz de vela, con dos o tres autos estacionados en las veredas (muchos rojos para mi sorpresa) y menos transitadas que un cementerio. Mis referencias de “verde al costado, calle poco transitada y edificio marrón” se vuelven cada vez más lejanas; es como si los acontecimientos del día saturaron la poca memoria que quedaba en la nube de mi cabeza y estas quedaron a media descarga: están, pero muy borrosas.
Si de día fue una batalla perdida, Perth de noche me humilla en la revancha. Absolutamente todas las calles me parecen iguales: alumbradas con luz de vela, con dos o tres autos estacionados en las veredas y menos transitadas que un cementerio.
—Amiguita, seguí por Murray Street y doblá a la derecha en Havelock— dice Leandro.
—Havelock ya la hicimos, es la del kiosco en la esquina— contesta Luci.
—De una. ¿Y Emerald?
—Esa no me suena.
—Bueno, a la izquierda por Emerald hasta Ord Street.
Este sorbo de mate hirviendo es el baño de inmersión que no tuve en dos años: el agua ladea mi pecho ansioso y lo llena como a una bañadera de niños, nada que ver a la pava del mediodía. Sigue su ruta paulatinamente hacia mi estómago y mis brazos; pienso en burbujas, en luz tenue, en música clásica de fondo. Pienso en los mimos que me daré para compensar el autoflagelo de todo este día. Pero Las Pastillas del Abuelo me vuelven del trance. Cada uno sigue ensimismado en su tarea: la 10 al volante, la 5 de barrera firme, el 3 con sus salidas clave y la 6 de apoyo, siempre con risas y cantos y jodas de por medio. Mi equipo y mi hinchada junta, los mimos que más necesito.
Subo el volumen y miro la hora: 00:43. Hace doce horas que mi auto está estacionado en una vereda parquimetrada de la ciudad. Si no se lo llevaron a esta altura, hay tiempo hasta la mañana temprano: más de seis horas entre el acarreo de cientos de dólares y yo. Pero el termo se está terminando y las ideas también. Pasar por la Blue Boat House - una casa de madera azul montada sobre un muelle viejo y una de las principales atracciones turísticas de la ciudad - y repetir el recorrido de cero era la última que quedaba.
00:43. Si no se lo llevaron a esta altura, hay tiempo hasta la mañana temprano: más de seis horas entre el acarreo de cientos de dólares y yo. Pero el termo se está terminando y las ideas también.
El punto muerto de este minuto es el más decisivo. Por un lado, TO THE CITY, hacia la derecha, grande, llamativo, verde con letras blancas. Por el otro, FREEWAY SOUTH, para el sur, a Fremantle. Decidimos impulsados por la poca batería que le queda a mi cabeza y a su instinto machacado.
Automáticamente, una calle ancha, de doble mano, árboles altos, con más autos que en todas las calles. Pero sin semáforo, con pasto a nuestra izquierda y un cartel de 3P que toma forma tridimensional con el correr de los metros.
Las letras GOZ lo confirman, el minutero marca el final del juego y todos, absolutamente todos, nos abrazamos entre gritos salvajes. Alzo victoriosa mi llave sin repuesto ni llavero entre lágrimas exageradas. Suena de fondo: "Y así morirá de una vez, mi querido Mister Hyde, y triunfará Sherlock Holmes, metiéndome la desgracia donde Papillon guardaba plata".
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