NAVIDAD PARA MÍ
- Milagros Wade
- 4 ene 2024
- 10 Min. de lectura
¿Cuánta dignidad estás dispuesto a perder por dinero? Después de leer esta crónica navideña situada en Bondi Beach, Australia, la vara queda muy alta.
Faltaban cuatro días para navidad y a todas nos inquietaba la idea de estar lejos de casa en esa fecha. No lo decíamos, pero la susceptibilidad que había en el aire lo dejaba muy en claro. Por eso nos habíamos juntado a comer, incluso Agostina - la desaparecida del grupo- había venido. Qué buena iniciativa. Si había alguien que podía romper con el clima nostálgico de fin de año eran ella y sus historias. Esta es una, que surge en plena sobremesa, con unas copas de vino encima y termina con muchas, pero muchas risas.

La Propuesta
Siempre odié las fiestas de fin de año. Me remiten al calor más insoportable de Tucumán y a las introspecciones innecesarias que generan “esos famosos balances del año”, los cuales nunca estoy preparada ni tampoco tengo ganas de hacer.
Aparte vengo de una familia chica. En estas fechas siempre somos los mismos seis integrantes, alrededor de la misma mesa redonda, comiendo el mismo menú frío de todos los años.
Pero de repente había llegado fin de año y estaba en la otra punta del mundo y me encontré extrañando ese calor denso, al vitel toné y a esa mesa de Navidad. Quien diría. Si bien vivir en Australia y festejar fin de año con amigos en realidad me entusiasmaba mucho más que mis navidades familiares, todavía no me había hecho el tiempo de planear, o pensar, que iba a hacer ese día. Lo único que sí tenía en claro, era que ese momento, raro y nostálgico pero liberador a la vez, merecía un apple crumble.
Cocino esta torta desde que tengo diez años: edad suficiente, según mi tía Alicia, para seguir su receta infalible al pie de la letra y prender el horno sola sin incendiar toda la casa. Desde ese día que pasó a ser mi especialidad (no me atrevería a decir que el alumno superó al maestro todavía) y se convirtió en una especie de meditación auto guiada para momentos de “crisis” como esos. Digo “crisis” porque me sorprendía que la víspera de navidad me tocara alguna fibra emotiva. Creo que era el primer día que me sentía fuera de casa, y pensé que recitar la receta de Alicia, imaginarme su camisa amarilla favorita y oler la masa crocante aromada por manzana me acercaría a Yerba Buena.
Estaba muy concentrada en alcanzar el punto justo del azúcar, ese que convierte a mi torta mullida en un elixir de sabor, cuando Camila entró a la cocina y me distrajo. Su risa histriónica me había cortado el trance constelar en el que me había metido con Alicia, la navidad, la infancia y el apple crumble. Esa carcajada con la que me había fanatizado desde el día en que la conocí, recién llegada y con un jet lag del infierno, en el hostel de Sídney.
—Amiga, cacha el trabajo que tengo para mañana — me dijo entusiasmada, con esa cara de ojos saltones y sonrisa pícara que siempre usa cuando quiere llamar la atención para conseguir algo.
Al menos eso fue lo que llegué a entender, de lo tentada que estaba no había podido ni siquiera terminar la frase.
No entendía. Siempre fue una tipa trabajadora, pero nunca llegué a pensarla como una mártir del oficio que no se tomaba ni un feriado en Nochebuena. Después de recomponerse, me dijo que el trabajo era conmigo. Ante mi cara de desconcierto, se vuelve a reír a carcajadas.
—Cantar unos villancicos navideños para sorprender a un weon. Van a ser máximo veinte minutos —me explicó exagerada, con mucho énfasis en la “v”: parecía morderla mas que pronunciarla.
Pasé de la indignación a la risa eufórica y empecé a analizar la dinámica.
Indignación: ¿Qué hacía aceptando un trabajo un 24 de diciembre?
Remate: ¿Por qué me arrastraba a mí en eso? No había manera de que cantara. Mucho menos en público. Aparte no sé cómo se canta un villancico.
Risa eufórica: Había que perder la dignidad cantando con palmas y chasquidos. Si además le agregábamos decoración a la performance, nos pagaban extra.
Había que perder la dignidad cantando con palmas y chasquidos. Si además le agregábamos decoración a la performance, nos pagaban extra.
Con esa cláusula del contrato terminé agarrándome la panza del dolor de tanto reírme.
...
Sobre el trabajo temporal
Dentro del rubro doméstico en Australia la poca mano de obra calificada que hay es casi exclusiva para los backpackers (mochileros). Este rol trasciende género, edad y nacionalidad. Por eso nadie (asumo esta generalización) te pide un currículum exhaustivo ni te pone a prueba en este tipo de tareas si ya cumplís con el primer requisito: postularte.
Quien te emplea confía al 100% que vas a hacerlo mejor que ellos. Sobre todo viendo los currículums para cada profesión: inflados, llenos de experiencia fantasma, con datos inchequeables. Además, tanto quien contrata como los que viajan, suelen asumir que no hay límites ni barreras a la hora de aceptar estos trabajos temporales. Por eso la entrega es ciega y total desde ambas partes. Especialmente para nosotros, que buscamos no sólo solventar la estadía en uno de los países más caros del mundo, sino que también ahorrar para seguir viaje.
—Es un divague, ya lo sé. Pero pagan 100 AUD la hora… —contestó Camila con tono desinteresado. Faltaba que se mirara las uñas medio despintadas y revolee los ojos para terminar de completar el papel manipulador que venía actuando impecablemente.
En esos cinco segundos de pausa me puse a pensar en la plata, la experiencia, mi amiga, la ridiculez del momento, la vergüenza (¡ay por favor qué vergüenza!), y en qué tenía que perder. Mi dignidad. Suspiré y ya sabía. Ya sabía.
—Dame el cancionero —respondí vencida. Cómo me cuesta decir que no.
Cuando me quise dar cuenta, ya estaba dibujando y cortando renos en una cartulina roja para decorar: “sí po, hay que levantar el espíritu navideño de nuestras remeras”, confirmó Camila con su jerga chilena. Mientras tanto, ella imprimía la letra de los dos villancicos que conformarían nuestro repertorio musical. Los 100 AUD la hora iban a cubrir los daños ocasionados a mi persona, que bastante bien se había mantenido en 28 años de vida. También comprarían el fernet navideño: no era una opción una hora atrás, pero salir invicta de esta odisea cantada merecía una botella de litro.
Mientras dibujaba a Rudolph, me convencía que por esa plata cualquier backpacker (mochilero) del mundo - hablara el idioma que hablara, espíritu navideño o no - haría el acting necesario para convertirse en la mejor orquesta sinfónica de villancicos del mundo. Ahora que lo pienso con retrospectiva, no sé porque pensaba que iba a generar un dineral, tampoco era una locura. Pero la inmediatez y la estupidez del trabajo era lo que me parecía verdaderamente “imperdible” y aunque me costaba admitir, atractivo.
Por esa plata cualquier backpacker (mochilero) del mundo - hablara el idioma que hablara, espíritu navideño o no - haría el acting necesario para convertirse en la mejor orquesta sinfónica de villancicos del mundo.
Todo sonaba tan fácil y espectacular que de un momento a otro pasé del éxtasis emocional al mayor escepticismo sin escalas.
—Che, ¿y si todo esto es una cama para drogarnos, violarnos y matarnos? — le dije preocupada. —No sé amiga, no me cierra esto… es tan absurdo que me parece imposible —reflexioné conspirativa.
28 años en Argentina me obligaban a replantearme el motivo detrás del trabajo. Allá probablemente sería una oferta muy pero muy turbia. Camila me empezó a convencer que era imposible; que estábamos en Australia, no en Argentina. Que cantar villancicos era más normal de lo que creíamos. Que estábamos en el primer mundo y que me relajara. Yo seguía teniendo mis dudas. Me empecé a bloquear y a pensar que por lo menos debería llevar algo escondido que me sirviera para dar batalla en el caso de que fuera necesario. Algo efectivo, rápido, punzante. Algo peligroso que entrara en mi corpiño y que no fuese la pinza de depilar. Me había salido un huevo, hoy en día habrá mucho villancico pero pocas buenas pinzas de depilar.

El día del vivo
Nos despertamos temprano para ensayar una última vez. Ya estábamos muy comprometidas con la causa y queríamos evitar papelones. Nos bajamos del colectivo en la parada de North Bondi, completamente desierta.
Este barrio es el pariente ya entrado en años de Bondi Beach, uno de los suburbios más famosos y codiciados de Sidney. Ambos lugares están a 15 minutos del centro de la ciudad y comparten la misma playa. North Bondi se caracteriza por su vista panorámica, más elevada que la de Bondi Beach, y un área de parrillas al aire libre que lo convierte en un gran punto de encuentro entre los vecinos. Tiene la calma y el aire familiar característico de toda zona residencial, con los madrugadores haciendo deporte en las veredas y también en el mar, con alguna tabla de por medio.
La mañana estaba exquisita. No sé si era por el vientito que alivianaba el calor de verano o por el cielo, turquesa y sin nubes. O tal vez era el olor a budín de banana recién horneado que salía de Shuk, panadería de mucho nivel y graduación de manteca, ubicada enfrente.
Al encontrar la casa blanca con puerta marrón de hierro que nos habían descrito, tocamos el timbre que se desprendía del umbral de mármol de la puerta y esperamos. Así, vestidas con ropa más o menos similar: remera roja con renos dibujados en cartulinas pegados con cinta bifaz, short de jean y zapatillas, una vincha de árboles navideños con resortes sobre nuestras cabezas, una cartulina, un parlante y una cuchara en mi bolsillo de atrás del short: el arma punzante (no entraba en mi corpiño).
Nos abrió la puerta una chica joven, de unos veintipico, envuelta en una bata de seda rayada rosa y blanca hasta el piso, con una taza de té humeante en la mano derecha y la otra en el aire, extasiada. La efusividad que tenía al vernos me sorprendió tanto como el hecho de que podía tener nuestra edad.
"The chorus girls! (¡Las coristas!)". Nos miraba como una niña de siete años que ya amaba a su cachorrito recién llegado. Después de unos largos segundos nos invitó a pasar con un ademán de brazos.
"The chorus girls! (¡Las coristas!)". Nos miraba como una niña de siete años que ya amaba a su cachorrito recién llegado.
La casa parecía sacada de una revista de decoración. El living comedor era espacioso, con pocos muebles pero todos macizos e imponentes. Un sillón de cuero color visón, una mesa y una biblioteca monstruosa de madera oscura patinada, un cuadro de casi dos metros de ancho salpicado de colores chillones. Tres lámparas largas, también cuadradas y modernas, que colgaban del techo. Pero las cortinas de colores claros rodeaban los ventanales y el ambiente se sentía diferente, como hogareño. Livianas, suaves, calentitas por los rayos del sol matutino de verano que las atravesaban. Todo muy chic.
La víctima del concierto estaba sentada en una esquina, tomando un desayuno continental. Ni enterado de nuestra llegada, nos daba la espalda mientras leía el diario en su tablet. Nos acercamos a él en silencio y antes de que su novia nos diera la orden ya habíamos prendido el parlante y empezado a mover las caderas al compás de un clásico y trillado chasquidito de dedos. De villancico, claro.
El tipo, helado, dejó la tablet a un lado, apoyó la tostada con mermelada que estaba a medio comer, se giró hacia nuestro lado y empezó a disfrutar en primera fila. Aparentemente la secuencia lo emocionaba. Mucho. Al igual que su novio, ella estaba fascinada y ambos nos miraban con devoción.
Al principio, el color de mi cara era del mismo rojo de la vincha de arbolitos y luchaba con todas mis fuerzas para no largar una carcajada que tenía atragantada. Camila, en cambio, entró en pánico escénico y de repente estaba pálida y muda.
Terminamos las dos canciones como pudimos. Con mucho agite de brazos y regalando sonrisas, aplausos y chasquidos que energizaban y teñían de “navidad” todo este circo insólito. De repente, se frenó la canción y nos quedamos en silencio. Rápido. Repaso mentalmente si había acertado a toda la letra de Rudolph, The Raindeer (así se llamaba el top 1 de villancicos) mientras que el hombre, que se había quedado mirándonos fijo y mudo por varios segundos, se levantó de un sacudón y empezó a aplaudir entusiasmado entre risas.
¡¿Otra canción?!, pide desaforado.
No chicos, todo bien, pero se nos acabaron los temas. Bastante empeño le pusimos en memorizar dos canciones en tres horas.
Nos disculpamos y le decimos con mucha sinceridad que improvisar era imposible. Para nuestra sorpresa, nos contestó que no era necesario que cantáramos en inglés, al contrario, prefería escuchar un villancico en nuestra lengua materna.
Nos contestó que no era necesario que cantáramos en inglés, al contrario, prefería escuchar un villancico en nuestra lengua materna.
Desorbitadas, tuvimos una breve reunión privada (a unos pasos, de espaldas) para elegir qué canción nacional y popular podía convertirse en un villancico. Pasamos de la Negra Sosa, a Rodrigo. También pensamos en Los Palmeras. Ellos, impacientes esperaban nuestra decisión final. Yo lo único que quería era salir de ahí, liberar esa carcajada atravesada todo el camino a casa y liquidar ese fernet.
A ninguna se nos ocurría ni una canción festiva. Empezábamos bien con las primeras dos estrofas y después nos pasaba siempre lo mismo: solamente nos salía un tarareo sin sentido. Ahí nos dimos cuenta, que hasta ese momento crítico, nunca nos había interesado aprender ni un tema popular de principio a fin. La pareja nos miraba expectante, lista para ser conmovida con el número final. No podíamos defraudarlos ahora con casi 100 dólares en nuestros bolsillos. Así que mandé todo al pingo y empecé a cantar sola esa única canción que por alguna razón me la sabía de memoria; y que no tenía que ver con nada de lo que habíamos charlado. Ni con Rodrigo, ni Mercedes Sosa, ni Los Palmeras:
“Llegaron ya, los reyes eran tres…”
Camila me miró extrañada y trató de disimular la risa acompañándome con chasquiditos. Parecía que el tema no había llegado nunca al mainstream de Chile, así que estaba sola cerrando el show.
Terminé la canción cantando a todo pulmón y con gesto de barra brava. Estaba ensimismadísima con el tema. Los tipos pasaron de la fascinación a la emoción total: apareceríamos en su video navideño de Youtube. Me había entusiasmado tanto con mi cántico que hice reverencia y todo. Nos agradecieron por el servicio y nos pagaron 100 hermosos y valiosos dólares en efectivo. Los guardé en el bolsillo izquierdo y toqué la cuchara punzante.
Ese remate hizo que todo lo que tenía atragantado saliera sin freno. Risas, lágrimas, ruido. “Estuvimos tentadas a media cuadra de la casa durante diez minutos. Después la culiada de la Cami se subió al bondi de vuelta con la vincha de árboles y yo seguía cantando los reyes magos”.
...
Con ese final escupí el vino que venía tomando y empecé a pegar esas patadas estruendosas al piso que siempre hago cuando mi tentada no puede más. Las lágrimas directamente chorreaban nuestras caras, rojas de la fuerza que estábamos haciendo. Así estuvimos un par de minutos hasta que el Uber anunció que ya estaba abajo y fui a abrirle. Lo primero que hice al día siguiente fue escribir esta anécdota.
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