Había escuchado mucho sobre los trabajos en la "farm" australiana (aquellos en el escalón más raso). Por eso nunca estuvieron en mis planes, como tampoco lo estuvo el Covid-19, que me dejó con dos opciones: el viñedo o la vuelta a casa.
Al que madruga...
¿Realmente vale la pena pasar por esto? ¿Cuál es el costo que estoy dispuesta a pagar por 365 días más? Estas eran el tipo de preguntas que me hacía cuando acarreaba una escalera de 15 kilos en mis hombros para trepar un naranjo o cuando pasaba cinco horas al día en cuclillas para poner resortes en mangueras de riego.
Ahora, un mes después y parada en medio de un viñedo desierto con los dedos semi dormidos a causa de los 2°C de temperatura, vuelvo sobre ellas. Mi día había arrancado dos horas antes, impulsado por un café tibio y unas tostadas que comí con la misma parsimonia con la que me levanté minutos atrás, cuando el despertador de mi celular sonó a las 5:30 de la mañana. La jornada de trabajo es de siete horas diarias pero el acto mecánico y repetitivo de cortar y enrollar ramas en alambres la hace parecer del doble.
La jornada de trabajo es de siete horas diarias pero el acto mecánico y repetitivo de cortar y enrollar ramas en alambres la hace parecer del doble.
A pesar de todo, sonrío. Hago de cuenta que mi pinza es un micrófono y canto la canción de Jamiroquai que estoy escuchando. Mis caderas incluso me acompañan. Esta situación, que hoy me salía de manera espontánea y natural, la hubiese creído imposible un mes atrás.
Primera Impresión
Porque a decir verdad, Mildura y yo no nos llevamos muy bien de entrada...
Mis amigos y mi vida en Melbourne habían quedado atrás después de muchas idas y vueltas. A los cinco minutos de llegar, ya me había arrepentido. Es que pasar de vivir con amigos y dormir sola a tener que compartir cuarto, baño, cocina, auto y el único lavarropas disponible con veinte personas, eran hábitos a los cuales sin dudas me había desacostumbrado. Si bien ya me había alojado en hostels durante varias vacaciones con amigas, esto era distinto: no estaba de vacaciones y estaba completamente sola. El único nexo que había entre este pueblo rural ubicado a siete horas al norte de Melbourne y yo era Larry, un australiano de unos 50 años que me aseguraba trabajo a cambio de que viviera en el hostel del cual era dueño. Así es cómo funciona el sistema de la farm australiana, un submundo regido por granjeros y contratistas de los cuales los backpackers ("mochileros") somos sus principales (y únicas) manos de obra.
Siempre supe que aquel “contractor” de Mildura sería una de esas personas difíciles de olvidar. Me lo habían descrito como un hombre despistado e impuntual, pero con buenas intenciones y de buen corazón. De todas estas características, las dos primeras pude comprobarlas aún sin conocerlo: cuando interrumpía nuestra conversación por teléfono para mantener otras cuatro en simultáneo o cuando tuve que esperarlo tres horas, ni bien llegada, a que me asignara el cuarto donde dormiría los próximos dos meses. Pero lo que nadie me había advertido era la peculiaridad de su look: cuando lo vi por primera vez, mi mandíbula se desplomó al piso. Ya era de noche, pero igualmente tenía puesto una bandana estampada que cubría su pelo negro y unos anteojos de sol azules y de plástico que le tapaban mitad de frente y un poco el bigote. Con el tiempo comprobé que tiene toda una colección como esos para cada color del arcoíris. El celular era una extensión de su mano: de ahí salía un auricular que lo enganchaba en una oreja para hablar y gestionar, por un lado, el trabajo del día siguiente de otros 50 jóvenes que también habían llegado por la misma promesa. Con la otra, atendía personalmente las cuestiones diarias de las treinta personas que vivían conmigo en el Sunset hostel.
Mildura nos había reunido a todos por una única razón: cumplir los 88 días de trabajo regional que el gobierno australiano impone como condición para aplicar a un segundo año de Work and Holiday visa. Dependiendo del pasaporte, también se puede extender la visa trabajando en otros rubros, siempre y cuando sea remoto: turismo, hotelería y gastronomía, por ejemplo. Pero el Covid-19 recién arrancaba y el mayor coletazo se lo habían llevado los restaurantes y hoteles, que tuvieron que cerrar sus puertas sin saber cuando reaparecerían. Por eso mi única opción en ese entonces era trabajar en el sector agrícola que, se rumoreaba, rozaba la explotación: muchísimas horas de trabajo para llegar, con suerte, a pagar el alquiler semanal. "Lo que aguantes, ni un día más", me decía a mí misma sentada en el tren de linea violeta que me alejaba de la urbanización y de mi independencia. En pocos meses, el éxodo mochilero de la ciudad al campo hizo que Mildura y otros pueblos de alrededor del país completamente fuera del radar de turistas se pueblen de decenas de nacionalidades.
"Lo que aguantes, ni un día más", me decía a mí misma sentada en el tren de linea violeta que me alejaba de la urbanización y de mi independencia.
Una familia poco convencional
La ensalada de emociones de los primeros días se fue digiriendo a medida que conocía un poquito más a cada uno de los integrantes del hostel, que desde ese día serían lo más parecido a una familia. Muchos de ellos ya llevaban varios meses viviendo ahí, algunos por decisión propia y otros por la pandemia que imposibilitó cualquier tipo de movimiento. Al momento de mi llegada llegamos a ser 28 personas, de las cuales proveníamos de doce países distintos: Argentina, Chile, Francia, Japón, China, Australia, Alemania, Italia, Corea, Irlanda, Suecia y Colombia. Sentados unos al lado de otros en la mesa larga de la cocina éramos la mejor partida de TEG: juntos formábamos una masa de multiculturalidad que si bien se escondía debajo del inglés común que hablábamos entre todos, se entreveia a través del diálogo personal con algún compatriota o por el plato de comida que teníamos enfrente.
Sentados unos al lado de otros en la mesa larga de la cocina éramos la mejor partida de TEG:
Con el correr de las semanas y la convivencia acumulada, las distancias se iban acortando con tijera hasta encontrarse en el punto común en el que simplemente somos jóvenes expatriados que buscamos vivir algo distinto a lo que estábamos acostumbrados en nuestro país de origen.
Puertas afuera también somos vistos como la familia numerosa de Larry: un poco rara, ruidosa y “perfectamente imperfecta”. Por alguna razón no podés no querernos. Basta con vernos bajar avergonzados en filita de la camioneta familiar, mientras Larry se disculpa por traernos tarde al trabajo, y presenciar los entrenamientos grupales en la plaza a cargo de Minkyiu, el coreano rey del fitness, para odiarnos y enternecerte en la misma medida. Esa misma dualidad nos pasa con Larry: así como nos deja tarde en el trabajo, también nos planta dos horas a la vuelta. Si la ida a la mañana es difícil, la vuelta en invierno con el cansancio de ocho horas encima es imposible. "Allrightioallrightioallrightioallrightio" ("buenobuenobuenobuenobueno"), farfulla nervioso cuando se excusa. Pero nosotros, tomates de la rabia y resignadísimos, ni le contestamos.
Pero también está su otra cara de la moneda: esa con la que compensa sus impuntualidades, sus peores búsquedas de trabajo y sus excusas recién pensadas. La de pequeños gestos genuinos en donde no quiere ni pretende nada a cambio, más que sacarnos una sonrisa. Por ejemplo, cuando nos compró un combo de McDonalds a todos los que volvíamos en el auto con él aquel día. Agarró el manojo de monedas y billetes de todos los colores desparramados en su guantera y nos hizo elegir el que mas nos gustara. Habíamos sido de los pocos que fuimos a trabajar con resaca ese día y eso, para Larry, merecía un reconocimiento.
Todo esto me hizo de a poco ir dejando de lado la pregunta tormentosa del “¿para qué?” de la farm para empezar a disfrutar de las pequeñas cosas de esta experiencia. Después de todo, ser un eslabón en la cadena alimenticia australiana o montar un sistema de riego en viñedos de miles de hectáreas no lo haría nunca más en mi vida. Había algo anecdótico en mi rutina diaria que lograba que cada día me amigara un poco más con ella e incluso, me terminara riendo.
Todo esto me hizo de a poco ir dejando de lado la pregunta tormentosa del “¿para qué?” de la farm para empezar a disfrutar de las pequeñas cosas de esta experiencia.
...
Mildura lo ayuda
“Go home!”, desde el otro extremo de la fila el supervisor da por terminada la jornada. Automáticamente se genera un eco de voces que repiten la misma frase con el doble de efervescencia. La vuelta de una hora en el auto es siempre mi momento preferido del día: la estufa natural del sol cayendo y la vozarrona inconfundible de Gregory Porter son los responsables de ello.
Llegamos al hostel bostezando, con las botas llenas de barro y las ramas y las hojas enmarañadas en el pelo sacado de un enchufe de todas las tardes. Las únicas fuerzas que tenemos son las reservadas para cocinar a la noche y hacer el almuerzo del día siguiente. Pero aún así, el río Murray nos cita siempre a la misma hora. No hay posibilidad de fallarle: lo necesitamos para la recarga diaria de batería que sólo nos dan sus aguas sigilosas, los patos que nadan cómodamente en ellas y su aire fresco de atardecer. La batería se carga recién cuando la luna comienza su paseo.
Entramos en modo ahorro hasta la mañana siguiente.
En menos de una semana dejaría atrás este tercer destino que elegí para transitar mi quinto y sexto mes en Australia. La mesa de domingo ya está servida y de la fuente humea aquel asado que tanto habíamos postergado entre chilenos y argentinos. El morrón con huevo y queso, el choripán, la molleja y las verduras asadas eran lo que faltaba para traer a esta mesa, ubicada a más de 12.000 km de casa, el asado de mi viejo. Entre los comensales está Lupi, de Córdoba; Jenny de Estocolmo; Claudia y Camila, más chilenas que la sopaipilla; Victor, francés argentinizado; el parcero Cristian y Dave, australiano y, paradójicamente, el asador del día. Entre risas y gritos de mis amigos no puedo evitar pensar en cuán distinto sería el mundo de hoy si en esta sobremesa estarían con nosotros algunos de los políticos de nuestros países. Esto me lleva a mi pregunta inicial, aquella que me preguntaba desorientada hace dos meses atrás y que ahora, mientras observo esta escena de afuera contesto que sí, que definitivamente vale la pena.
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