La mejor manera que tengo para expresar cariño es a través de palabras. Por eso este homenaje letrado a mi abuelo (o a todos los abuelos), en nombre de algunos abrazos guardados y tantos "te quiero" no pronunciados.
Foto: Ángela Gordillo @angelagor95
Cuando me llegaron los primeros mensajes dándome el pésame por la muerte de mi abuelo estaba acá, en la misma habitación en la que estoy ahora, doce horas después, escribiendo esto. Lo raro era que esos mensajes eran de mi jefa y de mis compañeros de trabajo acá en Monkey Mia, Australia, y más raro aún era que yo me estaba enterando por ellos. ¿Qué es todo esto? Después me enteré que la noticia les había llegado por la televisión, porque el prime minister australiano era amigo de Bampa y por eso lo había dado a conocer públicamente. Totalmente desconcertada y sin explicación alguna, me despierto.
Todavía estaba un poco confundida, había sido un sueño muy feo. Agarro mi celular y veo los mensajes. Ahí recordé qué era lo que había sido que me había captado la atención a las seis de la mañana, y era el mensaje de mi mamá: “avísame cuando te puedo llamar”. Ya me lo había dicho otras veces anteriores, vivo afuera hace un año y medio, pero había algo en la manera en que lo había escrito y la hora del mensaje que me había dado rienda suelta a toda una serie de suposiciones e ideas que no quería ni pensar pero que tampoco me habían dejado dormir profundamente, hasta que tuve el sueño.
Diez minutos después me dieron la noticia que ya había previsto una hora atrás dormida y que ahora sí no podía hacerla desaparecer. Bampa había fallecido ese mediodía, almorzando en uno de sus restaurantes preferidos de la mano de Susana, la mujer que amaba desde hace 22 años. No fue en su casa a la mañana, ni tampoco a la hora de su siesta diaria. Fue sentado en una mesa mientras comía el sushi que aún al día de hoy, después de varios años de haberlo descubierto, se le seguía escapando del tenedor (no se si aprendió a manejar los palitos a esta altura). También tomaron vino e incluso brindaron con una copita de champagne. Fue una muerte rápida, sin dolor, e incluso hasta poética (por más triste que me parezca). A continuación explicaré el por qué.
¿Cuál era la razón para que Bampa y Susana brinden ese día? Su primera salida después de estar meses encerrados por culpa del COVID. Digo ese día, porque ellos siempre tenían una razón para brindar. Ya sea por fin de año, algún cumpleaños, una buena noticia (nuevo trabajo, ascenso, recibida, noviazgo, etc), una despedida y, si no había alguna razón aparente, por el simple hecho de haber salido a hacer un programa. Con la familia también fue siempre así: terminamos de comer y alzamos las copas, nos buscamos con la mirada y las chocamos al ritmo del “chin chin” que Bampa siempre dijo fuerte y claro y que nos lo había inculcado. Si alguna de las dos partes del brindis tenía alcohol, doble “chin chin”. Sin excepción. No vaya a ser que se te olvide uno y que Bampa te lo tenga que recordar entre risas.
La comida afuera como ritual surgió en los Wade hace muchos años, cuando Bampa y sus hijos (dos, uno de ellos, mi papá) decidieron poner un día fijo a la semana para verse y compartir un rato juntos luego de que su madre, mi abuela, falleciera. Durante años ese dia fue el domingo, día en que nadie tiene ganas de cocinar y que hacía que la salida se justificara perfectamente. Al principio se juntaban entre adultos solos, mis hermanos y mis cuatro primos teníamos colegio temprano al día siguiente e ir a Capital a las siete de la tarde terminaría siendo un programa muy largo, considerando el tráfico en ese sentido. Alguna que otra vez, muy esporádica, nos sumábamos todos y comíamos la familia completa. Todavía hoy recuerdo la emoción que esa idea me generaba de chiquita, porque es la misma que tuve antes de irme al aeropuerto en diciembre del 2019, el último almuerzo que compartimos. Si bien hace años que los jóvenes ya nos habíamos incorporado a la tradición, todas eran igual de especiales, nadie quería perdérselas.
Porque esos encuentros alrededor de una mesa en distintos restaurantes alrededor de la ciudad que Bampa o Susana elegían y que tanto frecuentábamos fueron siempre muchísimo más que una simple comida familiar. Convertíamos esos lugares cualquiera en el club de las tres generaciones Wade y siempre fue la dinámica en la que yo veía a mi abuelo. Incluso los mozos y las mozas eran personajes imprescindibles de esos momentos: absolutamente todos conocen a Bampa y a Susana, sus clientes preferidos que con los años pasaron a ser amigos de la casa y de cada uno de ellos. El valor es tan único que sólo los que la compartimos lo entendemos. Son tres horas (sí, estar apurado e ir a comer con Bampa y Susana no son compatibles) en donde nadie se preocupa por nada más que por prestar atención al que está hablando y por ir al baño. Llegamos y nos vamos todos al mismo tiempo, saludándonos en la calle antes de que cada uno siguiera en dirección a su casa. No hay interrupciones de ningún tipo, ni siquiera telefónicas. Tampoco están las típicas distensiones que suelen ocurrir en una sobremesa de asado de domingo, en el que unos se paran a lavar, tres se encargan del postre, cinco se cuelgan charlando y algunos ansiosos se retiran antes por x razón. En nuestras reuniones hay una especie de acuerdo tácito en el que si estás ahí físicamente también lo estás con toda tu atención de principio a fin. No por obligación ni por respeto, simplemente sucede. Es un momento tan esperado dentro de nuestras rutinas eléctricas y llenas de compromisos, que lo único que queremos es disfrutarlo. Disfrutarlo a ellos, a él. Contagiarnos un poco de esa manera tan linda de vivir la vida que mi abuelo tenía hace ya varios años, desde sus 66, cuando la vida le dio una segunda oportunidad en el amor y conoció a una de las mujeres más espectaculares que conocí en mi vida. Desde ese día comenzaron a escribir juntos una historia que ninguno de los dos se hubiese imaginado antes, mucho menos mi abuelo, quien volvió a casarse con casi 80 años y tuvo la experiencia única de tener a sus hijos y a sus nietos reunidos en su propio casamiento. Desde ese día transitan la vida con tanta felicidad y compañerismo que no sólo te recargan la energía necesaria para la semana, también te dan la ilusión de que llegar así a grandes no se trata sólo de suerte y de salud, también de voluntad, de ganas y de compañía.
En nuestras reuniones hay una especie de acuerdo tácito en el que si estás ahí físicamente también lo estás con toda tu atención de principio a fin.
Nos sentábamos en la mesa al azar, según cómo pintaba en el momento, pero incluso eso me emocionaba: si podía sentarme cerca de Bampa, mucho mejor. Lo tendría más cerca para hablarle despacio o repetirle lo que mis primos o mis hermanos dijeron rápido y por eso no llegó a entender. Pero lo mejor de todo era la posibilidad de algún intercambio privado, algún comentario cómplice de su parte que me haría reír y me darían ganas de seguir la charla en algún otro lugar, otro día, con mucha menos gente.
En el transcurso de la noche había temas que eran infaltables, y eran los relacionados a Bampa. Nos encanta involucrarlo y escuchar sus comentarios al respecto: sobre ese saco rojo que compró una vez de viaje y que usó tres veces en su vida, sobre su título de técnico en motores a explosión, sobre sus clases de gimnasia con Ceci - su profesora desde hace años que nunca tuve el agrado de conocer personalmente - y, en los últimos años, lo importante que fue para mucha gente en sus años de trabajo y la huella que dejó en quienes hoy lo admiran y lo respetan profundamente. Escuchar ese tipo de cuentos, siempre narrados por mi papá, Tristán (mi tío) o Susana acerca de lo querido e increíble que es mi abuelo me inflaba el pecho en plena velada. Me emocionaba sin lágrimas, más aún cuando lo veía sonreír cálidamente y un poco incómodo ante el halago que estaba recibiendo. Tal es la ternura que me generaban esas escenas que quería pararme desde donde esté e ir a abrazarlo. O por lo menos mirarlo, lo más que pueda, incluso de erreojo, haciéndome la distraída mientras lo veía sirviéndose la comida que ya todos estaban terminando y que él recién comenzaba. Tranquilo, con la parsimonia que lo acompañaba siempre.
Así pasaron estos últimos años: llenos de historias, anécdotas, conociendo un poco más a este abuelo que no sólo era el mejor de todos por ser mi abuelo, sino por la calidad de persona que lo fue siempre en todos los aspectos de su vida. Y el 2019, cuando ya sabía que me venía a Australia, tuve un sólo objetivo: aprovecharlo lo más que pueda. Por suerte las circunstancias me ayudaron y terminé trabajando a la vuelta de su casa. Eso hizo que, además de las reuniones grupales, pueda tener unas mucho más íntimas con él y Susana. Más que reuniones eran citas. Impostergables, esperadas. Con mucho vino de por medio, como nos gustaba a los tres. “Es que comer con vino le da una intimidad totalmente distinta a las conversaciones, al ambiente”, me dijo Susana en una de ellas. No podía estar más de acuerdo. Probablemente ella no se acuerde, pero ese día también me confirmó lo que yo ya sabía, lo mucho que disfrutaban la vida juntos. Y hace dos días, a través del teléfono, me lo volvió a recordar: “tu abuelo amaba la vida”. Eso es lo que más me queda de vos, y en lo que voy a tratar de imitarte siempre.
Ese día también me confirmó lo que yo ya sabía, lo mucho que disfrutaban la vida juntos. Y hace dos días, a través del teléfono, me lo volvió a recordar: “tu abuelo amaba la vida”.
Con ese abrazo fuerte y ese llanto desconsolado ese día de diciembre de 2019 te habia despedido por las dudas. Ahora también te despido. Pero sólo por un rato, hasta que volvamos a tener una cita allá arriba. Espérame con otra botella de vino. Si no me reconoces, vos decí tu famoso “chin chin”. Fuerte y claro, que yo te voy a reconocer seguro.
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