Creo necesario advertir los efectos que la Costa Amalfitana pueden generarle al organismo. Pensalo bien antes de ir porque, una vez ahí, no hay vuelta atrás: lo que verás te tomará entero, alterará hasta al más dormido de tus sentidos. Puede que no vuelvas siendo el mismo. Ahora sí, dicho esto, procedo con mi experiencia de la visita.
Por fin nos conocemos
La primera vez que bordee el paisaje por su carretera de 50 km, la 163, comencé mi segundo viaje por la Costa Amalfitana italiana: el primero había sido el mental, desde la silla de mi casa. Con mi afán de querer saber y presenciar todo lo que este tesoro turístico ubicado al sur de Nápoles tiene para mostrar, fue el destino que más investigué en mi viaje de 33 días por el país, que comenzó en Milán y terminó en Lecce. Por eso, sentada en el colectivo rumbo a Amalfi, ya sabía de la existencia agria y refrescante del clásico sorbetto di limone y había devorado todo el contenido fotográfico de los pueblitos escarpados en los cerros que Pinterest me había servido. Sobre la diferencia de precios en comparación al resto del sur de Italia ya había sido advertida, de la paciencia que debía tener si iba en temporada alta, la meca turística, también.
Pero ningún blog ni articulo me habían preparado para este otro tipo de viaje, el sensorial, que inauguré con mis ojos a través de la ventana de ese mismo bus. Fueron los detalles los que me hipnotizaron por completo: las plantaciones de olivos, limoneros y naranjos entre las casas de sus mismos colores, las huertas a punto caramelo construidas en terrazas escalonadas, las flores que borboteaban en cada esquina y el agua planchada del mar Tirreno, metros abajo, acariciando la playa desértica.
Fueron los detalles los que me hipnotizaron por completo: las plantaciones de olivos, limoneros y naranjos entre las casas de sus mismos colores, las huertas a punto caramelo...
Con 0.9 kilómetros de extensión, Atrani es el pueblo más pequeño de Italia. Fotos: M.W.
Amalfi como base
La llegada a Amalfi también destapó a los otros sentidos de golpe. Fue revelador y aturdidor al mismo tiempo, como esos primeros segundos cuando recuperás los oídos después de un largo viaje de avión, a causa del bostezo o la mascada de chicle; en este caso, el dulzor de las malvas y la frescura de las alceas, el vaivén del mar en mi espalda y el calor humano de los turistas en movimiento: esos fueron mis chicles. Cada paso, una mascada que afilaba mis oídos, permeaba mi piel y pulía mi olfato.
Amalfi es el municipio “base” entre los trece que conforman la Costa Amalfitana y en hora pico, un cuello de botella. De aquí salen todos los colectivos y las lanchas hacia el resto de los pueblos: Atrani, Cetara, Conca dei Marini, Furore, Maiori, Minori, Praiano, Positano, Ravello, Scala, Tramonti y Vietri sul Mare; también a la isla de Capri, a Sorrento o a la ciudad de Salerno. Dentro de sus atractivos principales se encuentra la Catedral de San Andrés –construida en el siglo XIX –y el Museo della Carta, la papelera más antigua de Europa y un ícono del pueblo.
Amalfi fue fundada en el año 840. Foto: M.W.
Otros municipios, alojamiento y el highlight del viaje
Otros de los municipios que visitamos fueron: Cetara, cuyo nombre deriva de Cetaria (=atún), famoso también por sus sardinas y la Colatura di Alici, un condimento líquido obtenido de la maduración de anchoas que complementa sus mejores pastas; Maiori, cuya caminata imperdible a través de limoneros (de ahí su nombre, “Sentiero dei Limoni”) une a este pueblo con Minori, su primo menor, y Furore, que tiene la mejor playa de la zona (Cala Furore) para dedicarse un día entero al “dolce far niente”, bajo la sombra del puente que la acoge.
Tiene la mejor playa de la zona (Cala Furore) para dedicarse un día entero al “dolce far niente”, bajo la sombra del puente que la acoge.
En cuanto al alojamiento, decidimos hospedarnos en Agerola, la ciudad más antigua de la zona y el lugar ideal para huir de la costa y sus costos: sus 600 metros sobre el nivel del mar y los 16 km que lo separan de Amalfi vuelve a este pueblo mucho más barato que el resto. Sus años de trayectoria también amasaron una gran cultura culinaria, conocida por el "fiordilatte" –un tipo de mozzarella– las peras y las manzanas “limoncella”, el provolone del Monaco y el salami. En esos mordiscos de sabores frescos y macerados, mi gusto oficializó su incorporación al viaje que, en un país como Italia, aumentaba sus expectativas con cada nuevo destino.
Agerola también es conocida por ser el punto de partida del Sentiero degli Dei (“Sendero de los Dioses”), un trekking de ocho kilómetros que serpentea los cerros y bordea el agua durante todo el trayecto cuesta abajo hasta Nocelle; de ahí se descienden 1700 (sí, 1700) escalones para llegar a Positano, el pueblo más romántico de la costa, donde termina.
Durante muchos años el Sentiero degli Dei fue la única vía de comunicación por tierra entre los pueblos. Foto: M.W.
Positano y Ravello realmente enamoran
Era cerca del mediodía cuando llegamos. Sus calles angostas y empedradas escondidas entre plantas y casas de pescadores se llevó el poco aliento que nos quedaba de la caminata. Conocido por sus tiendas boutique de ropa de diseño y obras de arte, Positano reúne a los turistas más excéntricos y compulsivos. Muchas de las construcciones aún mantienen su estilo bohemio de sus inicios pero otras varias fueron reconvertidas en mansiones y hoteles de lujo –especialmente a principios del siglo XX –donde se alojaron personalidades como Greta Garbo y Salvador Dalí.
Al resto de los pueblos fuimos en colectivo y en lancha, esta última mucho más rápida y amena pero también más cara ($3 euros vs $6-8 cada trayecto, respectivamente). El auto no fue opción para este viaje, “es un arma de doble filo”, había leído: si bien facilita muchísimo el traslado entre pueblos, encontrar lugar para estacionar en esas calles del ancho de un alfiler es como jugarle a un único número a la ruleta. Hay que estar en la hora y el lugar correcto, es cierto, después lo comprobé. Sin embargo, al cabo de unos días de ruta en colectivo, concluí que prefiero jugar a la ruleta del estacionamiento antes que sentirme la pelotita dando vueltas dentro de ella.
Encontrar lugar para estacionar en esas calles del ancho de un alfiler es como jugarle a un único número a la ruleta.
Porque para alguien que sufre de cinetosis como yo, más conocida como los mareos a bordo de un medio de transporte, los paisajes curvos como estos son una pesadilla; si, además, el chofer que me llevaba a Ravello –el pueblo más alto a nivel del mar de la Costa –parecía sacado de una pista de Fórmula 1, doble tortura. Cada maniobra sagaz y volantazo intrépido de su parte era un peso más para la red de hilo dental que contenía mis náuseas acumuladas de la semana.
Pero el aire que corría una vez llegada a Ravello y La Terrazza dell’ Infinito –el famoso “belvedere” de la Villa Cimbrone, un hotel privado –fagocitaron las náuseas con la misma crudeza con la que tomaron mis vísceras, pues aquel acantilado de 365 metros de altura fue una de las vistas más impactantes de mi vida. Inmóvil, como los bustos de mármol que tenía a mis costados, respiré ese paisaje con todo mi cuerpo: hoja por hoja, gota por gota.
Las estatuas de la valla son de estilo romano. Fotos: M.W.
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