Una crónica que atrapa y repele, sobre el primer y único salto que hice en caída libre desde 4500 metros de altura en Airlie Beach, Whitsunday Islands, Queensland.
Una verdadera obra de arte
Tanta es la fuerza con la que entrelazamos nuestras manos sudorosas que ya las siento aglutinadas. No las despegamos desde que nos subimos, por más que ahora Luci se haya girado hacia su izquierda y esté distraída hablando con su instructor italiano. Entre la altura que tapa mis oídos y el traqueteo del motor me siento dentro de una licuadora en velocidad turbo. Estamos en la segunda fila, en la primera está Coni sola. Pobrecita, no tiene a nadie con quién agarrarse la mano.
Los paracaidistas que nos acompañan deben pensar que estamos locas, al igual que la recepcionista del aeropuerto de Airlie Beach, un pueblo de tres cuadras ubicado en la costa este australiana. Queríamos atenuar el pico de adrenalina que nos había dado tener los arneses ya puestos: bailábamos en ronda y saltábamos como desaforados la canción infantil de “un tallarín” en frente de ella, sin ningún reparo. “Que se mueve por aquí, que se mueve por allá”, cantábamos los siete al unísono con paso de twist. Como cualquier persona sensata, nos miraba estupefacta desde su mostrador detrás de la ventana de vidrio.
Despegamos hace diez minutos y todavía no lo creo: seis meses atrás la palabra skydiving me aterraba. Venía aparejada con una serie de sensaciones tan extremas que nunca estuvo en mi lista de cosas por hacer. No me pasa lo mismo con las montañas rusas, por ejemplo. Ahí sí disfruto del cosquilleo y la euforia que me genera dar vueltas desenfrenadas por el aire. Porque de alguna manera me siento segura, conozco a mi cuerpo en ese estadio, me agarro firmemente a algo. La caída libre, en cambio, es una incógnita: desde el vomito al infarto todo es posible. Por eso no salté en ese entonces con mis amigos. Me quedé durmiendo en el auto, en el estacionamiento del aeropuerto. Ni siquiera me molesté en despedirlos.
La caída libre, en cambio, es una incógnita: desde el vomito al infarto todo es posible. Por eso no salté en ese entonces con mis amigos.
Pero seis meses después y con la recepcionista en línea esperando la confirmación, dije que sí. No sé qué fue lo que cambió, pero nadie se había echado atrás. La decisión de saltar desde 4500 metros a 200 km/h fue unánime. Probablemente ahora– escondido entre las sonrisas de oreja a oreja que muestran a la cámara go pro que nos filma– debe haber más de un arrepentido. De todas maneras, nadie se atrevería a decirlo a esta altura (literal y metafóricamente hablando). Es en vano, ya no hay vuelta atrás: nos aproximamos a los 4000 metros y mi guía está enganchado a mi arnés como siameses. Nos repiten por tercera vez el protocolo de salto y nos preguntan si tenemos alguna duda. Negamos con la cabeza, por más que sabemos que las tenemos todas: ¿Y si no hago la pose correctamente? ¿O me olvido de alguna y me paralizo en pleno aire? ¿Qué pasa si me desmayo?
Trato de calmarme admirando el salvapantallas de Windows que se asoma por mi ventana. De chica me pasaba horas eligiendo el indicado para decorar el monitor negro y lleno de polvo que mis padres habían reciclado de su departamento anterior. Nunca supe a qué parte del mundo pertenecían esas fotos, quién las había sacado o si eran producto de un montaje bien hecho y ni siquiera existían. Pero me encantaba analizarlas detenidamente: hacía doble click, agrandando el tronco áspero, tajado en capas y pinchudo de las palmeras o la espuma de la ola a punto de romper. Llegaba a sentirlo en mis dedos, apoyados en el mouse.
Lo mismo hago con esta foto aérea que saco con mis ojos del archipiélago Whitsundays. Está compuesto por 74 islas de distintos tamaños, de las cuales solo ocho son las más concurridas, una de ellas mi hogar desde hace un mes y medio, Hayman Island. Airlie Beach es conocido por ser el puerto más directo y el punto de salida a este archipiélago famoso, razón por la cual lo visitan muchos turistas y locales a lo largo de todo el año. Para nosotros es la tierra firme, el retorno a la civilización después de estar semanas trabajando en la isla privada y más cara de todas las Whitsundays. Me concentro en ubicarla con ojos achinados, como si desde acá arriba podría ser capaz de identificar la marina diminuta de la que salimos hoy a las 6:30 de la mañana. Mi instructor parece darse cuenta de mi intento de rastrillaje y la señala desde atrás mío: es un pedazo de tierra minúsculo que se pierde entre el agua traslúcida y turquesa que la rodea. Me tienta tanto que más que nadar quiero tomarla. También hay pinceladas azarosas de agua de otros colores, de la gama del azul opaco y del verde esmeralda, que no sé si se forman por los corales que hay debajo o por otras corrientes. Pero toman una forma espiralada que, visto desde arriba, es mucho más que un salvapantallas. Es una verdadera obra de arte.
"Exit"
— Todo esto es culpa tuya— Luci interrumpe mi trance con un llanto nervioso atragantado. Largo una carcajada de hiena seguida de un sollozo mudo. Lo gracioso, además de su sincericidio, es el tono infantil con que dice estas cosas. Es la pauta que deja en claro que en realidad está jodiendo, por más razón que tenga. Como en este caso.
Porque sí, yo era la responsable de ello. Pasé de no querer saber nada al respecto a reservar los lugares en el avión para todos. Veníamos hablando de esto hace un mes. No sólo sería la atracción turística más intrépida de mi vida, sino también la más cara. No tanto por la caída libre y el salto en sí, sino por el precio del video y las fotos que vienen después: $289 vs. $150 dólares australianos. Proporcionalmente hablando, no tiene sentido. Pero con la excusa de “una vez en la vida” y con la posibilidad de revivir la adrenalina en loop al alcance de un video, casi nadie lo duda. Ahí está el verdadero negocio.
La luz amarilla pegada a la pared de la cabina enfrente mio titila como una luciérnaga. Antes había sido la roja, la última es la verde: el momento de brillar (o de llorar). La puerta de mi derecha parece una persiana de vidrio. En el centro tiene el cartel rojo de “EXIT” que hasta hoy nunca había pensado atravesar con un avión en movimiento. Siempre había sido simbólica, lejana, una mera posibilidad en el peor de los casos.
—For how long have you been doing this? (¿Hace cuánto tiempo hacés esto?)— le pregunto a mi instructor con la cara aplastada en mi puño derecho. Su formación como paracaidista es lo que más me importa en este momento pero no quiero sonar inquisitiva.
—Nah, not too long. This might be the second, or third time (Nah, no hace mucho. Esta debe ser la segunda o tercera vez).
Está sentado detrás mío y no llego a ver su cara. Quiero confirmar el sarcasmo que intuyo, la broma, el intento fallido de romper el hielo. Pero que no haya largado ni una risa me incomoda. Me quedo absorta unos segundos con ojos de plato y me doy vuelta para enfrentarlo: me mira pícaro y con media sonrisa. Le pongo cara de “qué comentario más oportuno” y me doy vuelta.
Para ellos esto es un trámite más: llegan a tirarse seis veces por día, según Jade, mi instructor. Eso explica su cara engafada de patovica, la respiración caliente que siento sobre mi nuca y el chequeo intermitente de la hora en su reloj de pulsera. Debe estar pensando en el tiempo de cocción de la cena de hoy o si cerró la puerta del auto al bajar. Cualquier cosa antes que en el paracaidismo que hará conmigo.
Seguimos subiendo y mirar para abajo ahora me da vértigo. Lo que antes disimulaba con preguntas aleatorias e intercambios amistosos entre el grupo ahora me aflora por completo y sin cuotas. La luz amarilla sigue titilando con mayor intensidad con el correr de los segundos. La mano con que agarro la de Luci ya es agua, como mi cuerpo. El aire acondicionado no me refresca, los 26 grados de temperatura pegan de golpe. Hago un paneo de 180 grados y busco la mirada de alguno: Agos está última, casi en la cola de la avioneta, aún en trance y mirando por la ventana. Lean, Felipe y Sebas intercambian risas eufóricas con sus instructores y se desahogan con silbidos y gritos de cancha. Luci ya está entusiasmada meneando la cabeza.
La mano con que agarro la de Luci ya es agua, como mi cuerpo. El aire acondicionado no me refresca, los 26 grados de temperatura pegan de golpe.
“¿Cuál será el orden de saltada?”, me pregunto de repente. Recién me doy cuenta que nadie nos lo comentó ni tampoco nos preguntaron si teníamos alguna preferencia al respecto. Deben tener su propio esquema en la cabeza. Y nosotros que habíamos cantado un orden específico antes de subir. Pobres ilusos.
Cambio y fuera
Amarillo pato, amarillo choclo, amarillo grano, amarillo sol. Verde. Verdeverdeverdeverdeverde.
De repente todo se acelera. Los instructores se dan órdenes rápidas entre ellos, el capitán anuncia algo inteligible por la radio. Cambio y fuera. La puerta se desliza hacia arriba y una ráfaga de viento huracanado irrumpe en el interior del avión. Me siento dentro de una escena de Marvel musicalizada por Led Zeppelin. Entre el bajo, las baterías y el gruñido de motocicleta escucho el grito ahogado de Coni. Su instructor la había arrastrado al borde del avión y más que gritar, aúlla. No mira hacia abajo, solo putea descontroladamente. Está exorcizada por el miedo. Unos segundos y desaparece entre las nubes. Escuchamos sus gritos cayendo unos segundos más.
Automáticamente siento a mi instructor detrás mío hacer fuerza con su cuerpo hacia adelante; me desliza unos metros por el piso metálico y sin asientos. Es mi turno. Cuando quiero darme cuenta ya estoy con el cuerpo arqueado hacia afuera y la cabeza hacia arriba. Casi no hay intervalo entre un salto y otro. El corazón me rasguña el cuerpo, anestesiado de tanta adrenalina. Imagino mi sangre eyectada dando vueltas por todas mis vísceras y a mis pulmones inflados como globos. Preparo la boca en posición de rugido y cierro los ojos. Recién ahora entiendo por qué hoy sí: por las caras de emoción de los que ya se tiraron y te hablan de esto, por la piel de gallina que me generaron esos videos millonarios, por la seguridad que me transmiten Jade y el italiano, por querer compartir esto con las cinco personas que aún siguen atrás mío y que me alientan desenfrenados. Nos encontraremos en el aire planeando sin alas uno de los lugares más idílicos del mundo. Si eso no es sentirse vivo, no sé cuando lo haré. Por eso estoy sonriendo. “La puta madre”, es todo lo que llego a decir antes de caer.
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