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Foto del escritorMilagros Wade

MI HERMANO, MELBOURNE Y YO

Actualizado: 3 ene

Crónica de mi primer visita a Melbourne con mi hermano Joaquín + datos curiosos y qué vimos.






El yin y el yan


Mi hermano y yo nos reencontramos a fines de mayo del 2021. Hacía más de tres meses que no nos veíamos. Llevábamos dos años en Australia, pero a pesar de estar en el mismo país, habíamos elegido dos estilos de vida totalmente diferentes. Joaquín y yo somos el yin y el yan. Él había apostado por una vida sedentaria en Sydney, una versión cosmopolita de la rutina de saco y camisa que tenía en Argentina. Yo, en cambio, era “la loca” de la familia. Al momento de nuestro viaje iba por mi sexta mudanza alrededor del país y ya me había cambiado, por lo menos, diez veces de trabajo. 


Pero la cuota de energía familiar es indispensable entre tanto viaje. Por eso nada entorpecía nuestros encuentros de un par de veces al año, siempre en ciudades, nuestro ecosistema preferido.


La última sede fue Melbourne, la ciudad sureña más fría del país después de Hobart, Tasmania. Yo venía de vivir en una isla remota con 30 grados a la sombra; no tenía ni un pañuelo en la valija. Siempre escapé del invierno, es la única manera de cortar con los resfriados crónicos que me persiguen desde chica. 


Melbourne era un pendiente en nuestra lista. Así que me resigné: pedí prestada una campera amarilla inflable y una bufanda de lana y me despedí del bronceado y la palmera por un rato. 





Ritual Fraterno


 El segundo piso era un vagón de tren colgante. La iluminación era tenue y amarilla como pollito de granja. La luz de neón roja del cartel con el nombre “The Easy’s” estaba a punto de entrar en cortocircuito. “One of the best burgers in town”, nos había dicho el guía con cara de chef parisino. Con eso nos convenció para arrancar el fin de semana en esta hamburguesería famosa de la ciudad. 


Catamos hamburguesas en todas las ciudades como si el ritual nos diera la clave para entenderla. Como si el pan con semillas, mullido o integral nos hablara de la idiosincrasia de sus habitantes, o como si en el queso cheddar o sardo estuviese plasmada la arquitectura más icónica. La realidad es que es una excusa más para hacer juntos lo que más nos gusta, comer. El amor por la gastronomía, inherente al ADN Wade, siempre barrió las fronteras entre nosotros. Está presente en todas nuestras generaciones y en todas las mesas familiares. Por eso las ciudades son nuestras aliadas: tenemos más opciones para evocar esa mesa alta de cemento en la que comimos durante años. 



Catamos hamburguesas en todas las ciudades como si el ritual nos diera la clave para entenderla. Como si el pan con semillas, mullido o integral nos hablara de la idiosincrasia de sus habitantes, o como si en el queso cheddar o sardo estuviese plasmada la arquitectura más icónica.

Encontramos una mesa en la esquina del fondo. Tenían esos bancos largos típicos de cafetería de ruta estadounidense en el que caben por lo menos tres personas. Di un trotecito infantil hacia él con la idea de deslizarme pero el cuero pegajoso frenó el envión de seco.  Entre los alaridos, las risas de grupos de amigos y la música de The Strokes de fondo parecía un recital más que un restaurante. Respeté el lema de comer sin alcohol de mi hermano (dice que no van de la mano) con la única condición de que la birra viniese después.


Mi objetivo era el barrio de Fitzroy, famoso por sus bares y sus restaurantes cool. “Bueno, pero una, eh”, advirtió, imperativo. La salida nocturna no es su preferida, mucho menos con los 14 km de caminata encima que teníamos del día. Paradójicamente, a mí me sucede lo contrario: cuanto más largo es el día, más cervezas merezco.


Siempre me llaman más la atención aquellos bares que parecen querer esconderse de la mayoría. Esos antros cuya única luz proviene de un par de focos encima de la barra, donde los bajos son la melodía de cabecera y donde se respira una nube mezclada de tabaco y perfume de hombre. Por eso elegí The Kent, media cuadra antes de llegar. Un hombre barbudo y una mujer pelirroja salieron del local de comida Thai de al lado y entraron al compás de la música. 


—Foto para María Laura —propuso mi hermano con la pinta helada de doce dólares en la mano. 


Accedí y me reí con la idea de que mi vieja venía siendo la tercera integrante de este viaje. No quiso perderse ni un minuto de todo el fin de semana juntos. Para el resto de mi familia también fue todo un acontecimiento, por eso pactamos videollamadas con las distintas ramas todas las mañanas. En vez de un viaje parecía una cumbre presidencial.





La Biblioteca y el viaje mágico


***


Si la cita virtual era a las nueve, Joaquin se despertaba una hora y media antes para hacer su rutina diaria: salir a correr, comprar café para el desayuno, bañarse, hacer las tostadas y, si le quedaba tiempo, hervir el agua de mate para después. Recién a las 8.45 me despertaba energético con el “¡CHIZOOO!” con el cual me apoda. Cuando lograba renacer de las profundidades de las sábanas blancas mi familia ya estaba del otro lado de la pantalla. 


Las mañanas de Melbourne se sentían como azotes de hielo sobre la piel desnuda. Tanto, que alzábamos bandera blanca cada dos o tres cuadras para refugiarnos en algún lugar calefaccionado. Uno de ellos fue la biblioteca pública, uno de los “must-see” más populares de la ciudad, y uno de mis preferidos.


La fachada externa tiene columnas grecorromanas del peso de cuatro elefantes y escalones de alfombra roja. Pasamos la puerta vidriada y entramos a una cápsula de sonido: lo único que se escuchaba eran los pasos sigilosos sobre la madera hueca del piso. Al final del pasillo estaba la sala de lectura. El sensor captó nuestros pasos y abrió sus puertas hacia afuera y al mismo tiempo: faltaron las trompetas y el brillo en polvo en el aire para teletransportarme a Disney. Era un anfiteatro de 360 grados con una cúpula de vidrio en el techo. Los veladores verdes de las mesas de madera, los cuadernos abiertos, las computadoras desparramadas, los balcones internos: más que Disney me recordaba a Hogwarts. Nos recordaba, mejor dicho.


Al final del pasillo estaba la sala de lectura. El sensor captó nuestros pasos y abrió sus puertas hacia afuera y al mismo tiempo: faltaron las trompetas y el brillo en polvo en el aire para teletransportarme a Disney.

Ambos somos fanáticos de la saga y de sus libros, los únicos que leímos en común: el resto de su biblioteca son libros de deporte y de menos de cien páginas. La mía, en cambio, es una mezcla de culebrones del peso de un adoquín y de clásicos de bolsillo. La concentración volaba por los aires y nosotros posabamos eufóricos para la foto.





Callejones, arte urbano y café: las 3 caras de Melbourne


...


Lo más fotogénico de Melbourne son sus callejones intervenidos de arte urbano. Casi todo el tour cultural giró en torno a estos recovecos de la ciudad, llenos de grafitis, murales y papelería al estilo decoupage. En cualquier otra ciudad, estos pasillos sobresaturados de colores chillones y luces colgantes serían un juntadero de basura y de ratas: para los Melbournians, en cambio, son su insignia artística y un lugar de encuentro. No sólo reúnen la obra conjunta de cientos de artistas locales, también a los transeúntes madrugadores, con los mejores cafés de la ciudad. 


— Our coffee is as good as the Italian espresso (nuestro café es tan bueno como el espresso italiano) —afirmó orgulloso el guía veinteañero.


Ante semejante autobombo, Joaquín apartó los ojos del cuarto mate que tomaba y me miró con cara de “mirá qué argentino este australiano”. Según el guía, hubo una ley seca hace muchos años que obligó a los ciudadanos a reinventar el café como motivo de reencuentro. Se puso tan de moda que quisieron empezar a fabricarlo ellos. La inmigracion italiana y la máquina que trajeron con ellos hicieron el resto.  


Entre tanta charla de infusión y bebida mi hermano, fóbico a la exposición social, tomó protagonismo. Abrazaba fuerte el termo metálico como si fuese un bebé indefenso. El guía seguía contando sus historias curiosas con performance de brazos y gestos faciales incluidos, pero la atención del grupo parecía estar más en nosotros. Algunos nos miraban de reojo pero otros directamente disparaban con la mirada. El grupo Argentina-España de mujeres detrás nuestro estaba cada vez más cerca. No sé a qué miraban más: si al mate o a mi hermano. ¿Creerán que somos pareja? Nunca había pensado como nos veríamos de afuera. 


—¿Les puedo pedir un matecito? —preguntó, cautelosa, la morocha de ojos pardos. 


Esa compartida terminó por impactar al resto de los presentes: el señor calvo de campera impermeable azul le cuchicheó algo inteligible a su hija; la señora de ojos cansados y sonrisa amarillenta se dio vuelta. Mientras tanto yo seguía indiferente sacando fotos a todo, selfie incluida. 


—What is it? (¿qué es?) —preguntó tímidamente la señora.

—It 's like herbal tea. It comes from our country, Argentina. (es como un té de hierbas. Viene de Argentina, nuestro país). 

    

La mujer asintió sin decir nada y volvió su mirada hacia el “Shrine of Remembrance”, una mezcla de monumento, templo y pirámide montado en honor a los caídos de la Segunda Guerra. Joaquín dio el último sorbo y nos reímos en voz baja. Probablemente siga pensando que era marihuana hervida. 






Todo sea por la familia


...



Mi momento “cebada de mate en un segundo plano” fue la noche siguiente, en el estadio de rugby AAMI Park. Fuimos a ver un partido entre dos equipos locales de los que hoy no recuerdo ni los nombres. Lo que sí recuerdo es mi emoción al ver el puesto de comida rápida antes de entrar al estadio (la comida chatarra fue furor ese fin de semana). Compramos el famoso hot dog de medio metro con más aderezos que carne y una cerveza tirada para cada uno que, una vez dentro, llevamos en alto para evitar el choque de película. Todo el ambiente era una escena yankee: las mascotas disfrazadas que desfilaban a un costado de la cancha, el hincha que agitaba el guante de goma espuma con el dedo índice hacia arriba, las familias vestidas con la colección invierno del merchandising oficial del equipo. 


Me costaba pensar en otra cosa que no fuese mi frío enemigo que entraba por el estadio abierto. Mi hermano, en cambio, ni se quejaba. Su fanatismo lo ayudaba: me relataba las jugadas con la misma pasión ardiente que el guía y me refrescaba las reglas básicas que aún después de años sigo sin saber. Allí sí  posaba para las fotos y lucía rozagante su sonrisa Colgate: definitivamente este era su hábitat. También es el de mi viejo, mis primos, incluso mi hermana. El rugby es esa conversación infaltable en la mesa que, después de cinco minutos, me hace levantarme para ir al baño. Un partido entero era todo un desafío. 


Todavía faltaba media hora para que terminara el juego y ya me había tomado dos cervezas y un termo de mate. Mi cuerpo estaba a dos grados menos de convertirse en cubo y mi cabeza ya estaba en modo avión. La ola humana que cruzó todo el estadio me devolvió el alma al cuerpo. La arrancaron dos adolescentes con look skater sentados a dos asientos abajo nuestro. Nos paramos en las butacas y la seguimos con los brazos abiertos.


—¡Oooooleeeee!— arengamos al unísono. 


Con esa inyección de energía reímos y cantamos como barrabravas hasta que terminó el partido. Ya no me importaba el resultado, las reglas del deporte ni el frío: lo único que disfrutábamos era la intensidad que implica ser argentinos lejos de Argentina. Pero sobre todo, familia lejos de ella. 





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